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Los únicos tres árboles que se han salvado MAM

Opinión

Supervivientes

Para alzar la voz y que se escuchen nuestras inquietudes y reivindicaciones, creamos una asociación vecinal con el nombre que rememora la zona neoyorquina de las Torres Gemelas, Zona Cero

Fernando Alfonso Velasco

Martes, 7 de octubre 2025, 09:57

Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los japoneses tocaron los bajos a los yankis, y no accedieron a firmar la Declaración de Postdam, que implicaba la rendición incondicional de los asiáticos, los de las barras y estrellas, sin aviso previo ni miramientos, tiraron por la calle de en medio, y desde los tristemente famosos Enola Guy y Bockscar, bombarderos B29, soltaron a las bautizadas como Little Boy y Fatman, respectivamente, dos bombas atómicas y a otra cosa mariposa, se acabó lo que se daba.

De aquellos infaustos 6 y 9 de agosto de 1945, de aquella horripilante masacre, Nagasaki fue reducida a polvo en suspensión, y de un Hiroshima hecho fosfatina, se salvó, milagrosamente, la llamada Cúpula Genbaku, un cachito de una sala de exposiciones que perduró hasta nuestros días, como símbolo de la resistencia de un pueblo que, hoy, es una potencia mundial, sin hacer uso de la violencia.

Y siguiendo con episodios bélicos, a los alemanes tampoco les fue muy bien del todo, aunque mucho mejor que a los japos. Berlín fue objeto de bombardeos durante cinco años, también, a lo largo de la antes mencionada Guerra Mundial, pero esta preciosa y verde ciudad corrió mejor suerte porque la cosa no fue tan bestia. La mundialmente famosa Puerta de Brandeburgo ahí está, impoluta, orgullosa de haber sobrevivido a la barbarie aérea de lanzamiento indiscriminado de pepinos, con muy mala leche.

La catedral de dicha ciudad fue muy dañada pero aguantó como una jabata, y su estructura principal y su cúpula soportaron orgullosamente erguidas la lluvia pepinera. Y hoy día, cuando vas a la capital germana, y pasas por debajo de la famosa puerta, ya sea andando o acabando la maratón de Berlín, el subidón es inenarrable. Otra símbolo de resistencia al poder.

De una plazoleta a una valla

Aquí al lado, en el barrio que un día tuvo una plazoleta que hacía las delicias de la chavalería, que pintaba de color verde nuestros amaneceres primaverales, que regalaba a nuestra vista los cambios de estaciones, que nos servía para, ilegalmente, aparcar a su alrededor, la plazoleta que Javier Corominas mandó construir para dar vidilla a los pocos vecinos que vivíamos a su alrededor, el paisaje urbano ha ido significativamente a menos cero, a la nada, inexistente visualmente.

Hoy el espacio circular que delimitaban cuatro árboles con solera, ya talluditos, setos variados y un espacio circular de gran asiento corrido, a modo de tentadero de vaquillas, es un taller de soldadura al aire libre. Antes de ayer fue lo más parecido a un escenario bombardeado de guerra, agujereado, lleno de gigantescas maquinas del fango extrayendo metros y más metros cúbicos de tierra para una posterior cimentación del paso subterráneo o túnel para el tráfico rodado que, un día, el más lejano de toda esta obra faraónica, verá la luz para oscuridad eterna de los habitantes de esta ciudad cerrada por obras.

Hoy, el espacio que en su día llenó de exotismo nuestra palmera que sobrevivió al picudo rojo, y la cigüeña negra hecha en forja, sirve de almacén de estructuras metálicas listas para hormigonar el paso inferior que dará ¿entrada? a nuestra ciudad desde la cara norte.

Han intentado que comulgásemos con ruedas de molino, sin éxito alguno. Hemos aguantado carros y carretas, unos más que otros, eso sí. Vecinos que han visto como sus garajes se cerraban a cal y canto, sine die, hasta nueva orden, porque la obra así lo requería. A finales de septiembre, exactamente el día 25, Geli, Rafa, María José y Santi, después de más de 16 meses, pudieron respirar aliviados porque les dieron vía libre para acceder, por fin, a sus cocheras precintadas.

A pie de obra hablé con los últimos operarios que estaban adecentando la acera que ha servido de paso único de peatones hacia la pasarela salva vías, y cuyas inmediaciones se convirtieron en estercolero in crescendo, y me comentaron algo que alegró mi espíritu: «Estos tres árboles de aquí no estorban en el proyecto, no se van a talar, aquí se quedan». Ya nos talaron los dos hermosos plátanos de sombra que sí estorbaban en el desarrollo de la barbarie.

Y como un torrente incontrolable, me brotaron de manera atropellada imágenes imborrables de ese entorno que ha sobrevivido al bombardeo progresista del que hemos sido objeto durante demasiado tiempo y sin ninguna explicación. Y vi a la señora María, la Guardanoche, dando de comer a sus gatos, y regalando a sus nietos Toñín, Ignacio y Luisito, y a todos los muchachinos del barrio, unos deliciosos pimientos verdes fritos, antes de cenar, en verano. Y vi a Patro, su hija, sentada en su original poyo, a la puerta de casa, tan bien puesta siempre, leyendo el ABC e intentando entender lo que pasaba en su querido país. Y vi a David, a Rafa junior, a Ana, a Amador, a niños inquietos cogiendo hojas de morera para dar de comer a sus mágicos gusanos de seda, o trepando por la acacia, emulando al mismísimo Spiderman.

Y volví a ver a los vecinos sacando sus sillas de enea a tomar el fresco, a repasar la actualidad o recordar costumbres y gentes de antaño, siempre sentados alrededor de la puerta de la casa de la persona de más edad, que solían ser mujeres enlutadas, en las sofocantes noches de julio. Todo pasaba junto a los tres árboles que hoy son el único vestigio de lo que fue ese entorno.

El esbelto olivo representa nuestra personal Cúpula Genbaku; la frondosa morera nuestra particular Puerta de Brandeburgo, y la maltrecha acacia, necesitada urgentemente de cariñitos, es nuestra mismísima Catedral de Berlín: los tres son nuestro cordón umbilical que nos sigue conectando a toda la vida que hemos vivido entre las cuatro calles que conforman nuestro querido barrio.

Y serán la única sombra que nos dé cobijo en los largos días del verano moralo, el único espacio verde color esperanza que cuidaremos con mimo para que los que vengan detrás puedan disfrutarlo, será nuestro símbolo del inconformismo, de conservarlos como «objetivo irrenunciable», expresión usada por el político autonómico de turno para la soterramiento de las vías, pero que se quedó pululando por el limbo de los limbos, como muchas otras mentiras que nos fueron contando, promesas incumplidas, y nuevos palabros huecos, como «permeabilidad».

Y para alzar la voz y que se escuchen nuestras inquietudes y reivindicaciones, creamos una asociación vecinal con el nombre que rememora la zona neoyorquina de las Torres Gemelas, así bautizada después de que fuera devastada por los ataques terroristas islamistas del fatídico 11 de septiembre del 2001. Tenemos la íntima esperanza de que se quede meramente en un nombre producto del calentón del momento, cuando la obra más daño nos estaba haciendo, en el aciago e imborrable verano del '24, y que poco a poco podamos cambiar la numeración y conseguir objetivos.

Asociació vecinal Zona Cero: Chema, Geli, Rafa, María José, Santi, Jorge, Stephania, Vito, José, Marisol, Aurora, Puri, y el firmante de este escrito, Fernando.

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