El sanatorio del barrio
El Feni no es meramente el bar del barrio, es mucho más. Es la esencia de una forma de vida, es el latido de todos los que por una razón u otra buscamos refugio entre sus paredes
Fernando alfonso velasco
Jueves, 25 de febrero 2021, 21:59
Hace na, el resobao 23 de febrero, el archifamoso 23F, estuvimos de efeméride, con el freno de mano echao y con silenciador, eso sí, en nuestro barrio. Y maldita la coincidencia con el del 81, cuando el ya mítico «todo el mundo al suelo» se convirtió en frase lapidaria para los restos de nuestra historia moderna.
Vivimos en un lugar del pueblo sin un nombre definido, como lo tienen barrios bien localizados y con historia, como el Cerro, el Perchel, el Pósito, la Peligrosa o el Vietnam. Habitamos en medio de muchos sitios, y nos situamos en la zona del cuartel de la Guardia Civil, cerca del parque, al lado de la estación de autobuses o al otro lado del paso a nivel.
El barrio en estos últimos tiempos ha cambiado, siguiendo la tónica general del pueblo. Ha pasado a ser un espacio multicultural y multirracial, una interesante mezcolanza de gentes de toda la vida, hasta de tres y cuatro generaciones de españoles, y nuevos inquilinos que profesan costumbres y religiones distintas. Y la vida transcurre sin sobresaltos y con naturalidad. Y en los últimos cuatro decenios hemos visto como negocios que se abrieron con la ilusión de toda apertura, han ido cambiando de dueños y de ofertas. Asistimos, incrédulos, a la transformación de la segunda estación de autobuses del pueblo en un todo a cien patrio, para, en la actualidad, ser un macro chino, negocio tan arraigado en nuestra sociedad actual.
Los primeros bares que se abrieron en torno al hoy cerrado ambulatorio, léase El Parque, El Talaverino o el Guango del parque municipal, echaron el cierre, pero otros nuevos abrieron, y pasaron por muchas manos hasta sucumbir a las sucesivas crisis, las económicas, o la más reciente, la sanitaria. El entrañable video club que tantas papeletas nos solventó en las lluviosas tardes de invierno colocó el cartel de 'Cerrado por jubilación»' La frutería de la esquina se recicló, cambió por dentro y por fuera, y hoy transita a favor de obra, vendiendo delicias al variopinto vecindario.
Y el pasado 23 de febrero nos hemos enterao de que el bar del barrio por excelencia, sorteando adversidades, contra viento y marea, ha cumplido la friolera de 40 años en la esquina de la calle Góngora con Alfonso Martínez Garrido, con más luz que nunca y con una oferta adaptada a los tiempos que corren. El mismo día que al señor del tricornio le dio por irrumpir por las bravas en el congreso de los diputados, Marcelino y Carmen, sus ilusionados dueños, se embarcaron en la nave del Feni, siglas de los apellidos Fernández Nieto, los de sus propietarios.
Y como todo bar familiar, a sus componentes no les quedaba otra que echar una mano cuando la ocasión lo requería. Carmen, dentro, en la cocinilla, preparando pinchos variados, y la mejor tortilla de patata de la zona, y fuera, Marce, lidiando con el personal con aplomo y echando muchas horas. Y así fue como, con sólo 12 añinos, Carlos, su inquieto hijo, comenzó a combinar escuela con bar, y a saber en primera persona lo esclavo que era el mundo de la hostelería. Y por avatares del destino y muy a su pesar, con unos efervescentes 16 años, un inesperado giro de la vida le empujó irremediablemente a trabajar detrás de la barra cuando su idea no era esa.
El Feni no es meramente el bar del barrio, es mucho más. Es la esencia de una forma de vida, es el latido de todos los que por una razón u otra buscamos refugio entre sus paredes. Y siguiendo la más rancia tradición española, todos los miembros de la familia han trabajado en el bar. Por ahí han pasado Ana, la esposa de Carlos, al mando de las viandas, hoy felizmente propietaria de un centro de estética de lo más cool. Su hija Anabel, licenciada en Bellas Artes, que se convertía en pizpireta camarera en las temporadas de verano, y David, el tarangallo hijo menor, aún en el instituto, que el verano pasado nos servía las cañitas en la terraza, mascarilla en boca, como todos.
Un espacio en el que todos cabemos
El Feni, como los bares con más sabor del pueblo, es un espacio en el que todos cabemos. Hoy, tras la reforma que acometieron en el 2004, es un espacio moderno y funcional, lleno de renovada clientela, pero lo que no ha cambiado, ni cambiará nunca, es el espacio social que ocupa en este cachino del pueblo. Hemos visto pasar la vida por sus pantallas canalplus en aquellos clásicos domingueros del fútbol nacional, cuando aún se podía fumar dentro y llegabas a casa oliendo a tabaco hasta en los más ocultos pensamientos. El Carnaval siempre ha ocupado un lugar prioritario entre sus cuatro paredes, puesto que Ana ha sido activista carnavalera desde tiempo inmemorial. Y cómo no recordar la época dorada de los dardos electrónicos, habiéndose gestado en interminables noches en sus instalaciones algún campeón de España que otro.
Y sí, hoy, seguimos cabiendo todos. Moros y cristianos, culés y merengones, funcionarios y barrenderos, beneméritos y transportistas, abogados y mecánicos, opositores y enamoraos, futbolistas y comerciales, jubilaos y agentes de seguros, curritos y paraos; todos -y todas, por supuesto- encontramos nuestro hueco y nuestro tiempo allí.
Porque, como todo bar añejo que se precie, es un lugar para la tertulia, para el encendido debate, para la esperanza, para el desahogo; es el mejor espacio gratuito para hacer terapia de grupo, apoyados en la barra cual diván de consulta improvisada, donde compartir anhelos, desengaños, proyectos, fracasos y éxitos, en donde somos, sencillamente, personas, y allí, detrás de la barra, Carlos, cual psicólogo de guardia permanente, siempre dispuesto a escucharte cuando tienes que soltar lastre, cuando el día ha salido torcido, cuando vienes cabreao del curro, cuando, antes de irte a casa, alivias tus cargas con los parroquianos habituales, compartiendo cervezas y sapos, pero también cuando la alegría ha llamado a tu puerta y necesitas compartirla.
Y hoy Marian, felizmente de vuelta a sus orígenes, es el ideal contrapunto del visceral barman, una mujer positiva y dicharachera, especialista en apagar pequeños incendios inevitables en el día a día de un negocio tan de cuerpo a cuerpo. Hoy, el jota puta del bicho –Cristiano, no, el covid-19- no nos permitir las distancias cortas para pedir una ronda, pero seguro que pronto esta medicina sin receta necesaria recobrará su pulso original, y entraremos como elefantes en cacharrería gritando aquello de «todo el mundo a la barra», pero esta vez sin descerrajar ni un solo tiro en el techo del sanatorio del barrio sin nombre.
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