José María Gómez de la Torre
Domingo, 30 de agosto 2020, 18:16
Me cuesta trabajo entender dos posturas contrapuestas que en nuestra sociedad tiene la mujer frente a lo que podríamos llamar feminismo.
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Una es la que parece defender el papel tradicional, la que considera a la mujer «el reposo del guerrero» para las demás y que considera cualquier reivindicación feminista como fruto del rojerío. Es, en general, la postura de las que han conseguido todo y son incapaces de ver hacia abajo. Ni siquiera de mirar.
La otra postura es la de una parte del 'rojerío' que se pasa tres pueblos en reivindicaciones absurdas.
Voy a hacer un poco de historia.
Desde que el tiempo es tiempo la mujer ha sido postergada frente al hombre, siendo víctima de violencia, opresión y de una manera de pensar que la relegaba a una posición secundaria que le impedía tomar sus propias decisiones al suponer que sería incapaz de hacerlo y que, de dejarla, siempre adoptaría posturas equivocadas.
No hay que alejarse mucho en el tiempo para comprobarlo, ni voy a hablar de países lejanos. Voy a hablar de las mujeres que nacieron en España en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado y que muchas de ellas viven para confirmarlo, aunque podría hacerlo extensivo a las que nacieron antes de esos años.
La mayoría de las niñas nacidas en ese periodo de tiempo, sobre todo en las zonas rurales, no tuvieron la oportunidad de formarse, de ir con regularidad a la escuela porque tenían que cuidar de sus hermanos más pequeños mientras sus madres iban a trabajar al campo. Aquellas madres que después de una horrible guerra civil, pasaron hambre y frío en una labor callada, sacrificándose sin egoísmo con la esperanza de que el futuro de sus hijos fuera mejor que el de ellas.
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Fueron años en los que muchas jóvenes recién salidas de la infancia se iban a trabajar como chicas de servicio porque ahorraban una boca en casa a la vez que traían unas pesetas para ayudar a una economía familiar, siempre necesitada.
En aquellos años de su infancia y juventud ser mujer no era sólo saber perder. Ser mujer era saber que siempre se perdía. Nacer mujer, ser mujer, era vivir con esa certeza. Era mirar de frente a los sueños o a las ilusiones que se hicieran y ver el barro en el que se convertirían. Ser mujer en aquel tiempo era saber que se tendría que ser el doble de buena que los hombres para acabar siendo menos que ellos.
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Convertidas en esposas fueron el sostén de las familias, sacrificadas, invisibles en su existencia descolorida, moviéndose silenciosas por el interior de la vida familiar, yendo de acá para allá, pero nunca más allá de allá. Cayeron sobre sus espaldas todas las tareas domésticas: tener la comida a punto, mantener la casa limpia, las camas hechas, los armarios ordenados. Sin saber apenas sumar fueron las encargadas de estirar el salario hasta lo inverosímil para que no faltara nada. Silenciadas, vivieron para los demás, dando siempre más de lo que recibían, siendo menos comprendidas de lo que comprendían, desplazándose con el andar sigiloso de las sombras, absorbidas por las tareas de esposas y madres.
En aquel tiempo, en muchos más casos que los que estamos dispuestos a admitir, ser mujer era ser víctima de la violencia doméstica y aguantar sin más remedio, porque el hogar era el último reducto de quien no tenía otra cosa y no había ley que las protegiera.
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Cuando las economías mejoraron y las familias pudieron permitirse «el lujo» de que algún hijo estudiara, el hermano varón fue el elegido frente a sus hermanas.
Aunque en España llegamos tarde, en el mundo había habido una ola de reivindicaciones centrada en conseguir el sufragio femenino, la igualdad de derechos dentro del matrimonio, el derecho de las mujeres a tener propiedades, a firmar, a trabajar, a tener igualdad de oportunidades en materia educativa y en conseguir igualdad ante la ley. Conseguido esto, en los países civilizados se reivindica ahora la igualdad en materia de relaciones laborales y familiares, y se pone también la atención en el maltrato doméstico, en el consenso sexual y el acoso en todas sus formas.
Me parecen reivindicaciones lógicas, por lo que no entiendo la postura de quien no se muestra de acuerdo con ellas.
Debates abstractos
Pero hay un presunto feminismo que se desliza hacia debates abstractos que no responden a realidades sociales y que pretenden dar relevancia al papel de la mujer por medio de la alteración de la gramática. Esto ocurre incluso en niveles de responsabilidad que deberían mostrar más prudencia y conocimiento.
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A saber: el senador Jacobo González-Robatto en una intervención en la Cámara, se dirigió a Pilar Llop como «señora presidente». La magistrada le respondió refiriéndose a él como «señora senadora», una reacción que ha sido muy aplaudida en redes sociales.
Lamentablemente la respuesta y la celebración en las redes sociales es una muestra de ignorancia, además de un equivocado feminismo que no sé qué pretende vaciando de contenido las palabras.
La Real Academia Española dice que con el significado «que preside» solo se usa la palabra «presidente» y que algunas veces se usa como femenino la palabra «presidente» en su significado «Persona que preside un Gobierno, consejo, tribunal, junta, sociedad, acto, etc.».
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No sé si a la presidenta Llop, que a buen seguro es inteligenta—además de ocurrenta—, puedo calificarla de ignorante o de ignoranta.
Posiblemente, dando por supuesto que no es ignoranta, me podría aclarar cuando me refiera a una mujer cómo debo utilizar las palabras independiente, sonriente, amante, durmiente, decente, corriente, indigente, migrante, paciente, valiente, importante, resistente, residente, pretendiente, solicitante, clarividente, cantante, estudiante, etc. y otras no acabadas en ente o ante, como amable, cortés, débil, fuerte, pobre, sutil, gentil, versátil, formal, modelo, piloto, soldado, caboy un largo etcétera.
La presidenta Llop es juez (jueza) y me pregunto si en su juzgado la mujer que comparece es comparecienta, la que testifica testiga, la que delinque delincuenta, y si en sus fallos las declara culpablas o inocentas.
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