Opinión
Pedro y el lobo, o la alternancia disolventeOpinión
Pedro y el lobo, o la alternancia disolventeJaime Alberto Vega San Martín, Abogado y portavoz de Liberales y Moralos
Viernes, 5 de julio 2024, 19:00
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El temor a los extremos es universal. El orden se confina dentro de sus límites. Fronteras con difusos trazados pretenden consolidar un espacio seguro cuyas lindes concentran las tensiones humanas. Revelan la mayor debilidad del sistema al ser zonas de confluencia, de cambio e intercambio y estar expuestas a la permanente influencia del otro. En ellas se desvanecen formas de control más acusadas en su núcleo. La seguridad se ve acabada, centrifugada más allá de ese término.
Tras Hércules y sus columnas se diluye el estado conocido y llega el caos y la nada. Este planteamiento generalista dirige hoy el discurso político en busca –nos dicen– del bien común. Un territorio amurallado ofrece un mayor confort y seguridad a sus habitantes si se mantienen alejados de la zona perimetral.
El enemigo siempre está fuera, queriendo entrar. Los bárbaros destruyeron la civilización romana y atomizaron las ciudades, sumergiéndolas en una larga y oscura Edad Media. Es un discurso históricamente cierto y asentado quizá biológicamente, como las grandes hambrunas europeas podrían haberse incrustado genéticamente más allá de la memoria colectiva.
La historia se reduce y repite. El relato muestra una advertencia ecuménica: «temed al otro, huid de lo desconocido, no vayáis allende las fronteras». Se magnifica la iniquidad del contrario –imaginario o real– que debe ser sometido, para escarnio público. Paradójicamente, ambos bandos necesitan del enemigo al definirse antagónicamente: son su opuesto; y sin él, no existen. Invocar al maligno y su proximidad alienta el miedo, aterroriza, moviliza a las gentes. Es el cuento de Pedro y el lobo.
Los partidos hegemónicos se alternan en el poder con postulados próximos e indiferenciados, anodinos. Durante la competición electoral, como en un partido de fútbol, se muestran más intensos y reñidos en una sobreactuación de feria, sin fundamento. Ambos se dirigen catch-all a la misma mayoría social que debe auparles. Concentran así la disputa y desprecian cualquier otra voz, otras opciones. Dinamitan su raíz y nuez ideológica a cambio de ganar uno y otro, sucesivamente.
Es cuestión de tiempo mientras, a resguardo, ocupan cargos institucionales retribuidos; un sillón contemplativo para, en olímpica perspectiva, ver el tránsito de los diminutos mortales cuyas vidas pasan amortiguadas, quedas, en sordina. Llegados a este punto, territorio y población son elementos accesorios. La función principal es mantener el orden en la grey… desde el mullido escaño. Es la nueva clase gobernante, ante la que ha sucumbido incluso la izquierda más combativa.
Más de lo mismo
Navalmoral de la Mata es la tercera ciudad de la provincia de Cáceres y no se escapa al relato. Los últimos comicios desalojaron al Partido Socialista Obrero Español y dieron la victoria al Partido Popular, vencedor que se coaligó con Vox. Transcurrido un año desde entonces, cabe preguntarse para qué querían los voxpopulares gobernar esta ciudad; si esta rotación política ha tenido las benéficas consecuencias que anunciaron; o si la campaña fue otro vacuo ejercicio pirotécnico y publicitario.
Al tamizar sus actos y comportamientos por indicadores básicos: derechos fundamentales, pluralidad, participación, representación, transparencia y economía; objetivan múltiples coincidencias con sus predecesores. Portan y transmiten la misma cepa vírica capaz de extinguirla democracia.
Entrantes y salientes abusan de su mayoría y obstaculizan al resto de las formaciones políticas ejercer su actividad de control, fiscalización y propuesta. Las proposiciones presentadas se esconden en los cajones, en un intento de acallar la voz de la oposición. Rehúyen e impiden turnos de ruegos y preguntas, aunque el Tribunal Supremo diga otra cosa. Discriminan a los partidos con ideas distintas, y les prohíben representar al Consistorio: el gobierno saliente tachó a Vox y elvoxpopular entrante a Liberales; dando el peor ejemplo institucional posible.
Paralizan la palanca de progreso que activan las grandes infraestructuras y no reclaman las pendientes (juzgado, centro de Alzhéimer, colegio especial, comisaría…). Tiran la toalla en el soterramiento que pidió el Pleno representando a sus vecinos y se contentan con un nuevo plan de urbanismo e inaugurar el muro. Califican de «irrenunciable» el soterramiento; pero se mantienen pasivos e inertes. Al visitarnos para pedir el voto, su candidata al Parlamento Europeo, no reparó siquiera en el avanzado estado de las obras en superficie: «Desde el PP, lo hay que hacer es que antes de que esa obra empiece a ejecutarse, proyectar el soterramiento…», dixit.
En este sainete encontramos una única distinción en la creación de la Concejalía de 'Emprendimiento, empleo, transformación digital, telecomunicaciones, intervención rápida y servicio al ciudadano'; una canonjía de misteriosas funciones cuyo concejal trabaja 20 horas semanales, no ha dictado aún una triste resolución pero nos costará 70.000 euros más Seguridad Social.
Peter Mair analiza esta decadente política en 'Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental'. Alerta sobre la enfermiza y grosera forma de entender la responsabilidad pública; afectada, entre otros disolventes, por el síndrome de Alexis de Tocqueville: la incapacidad de la clase gobernante para justificar privilegios (y sueldo) cuando no se desempeña ninguna función importante.
La aristocracia francesa, nos recuerda Mair, sufrió la hostilidad y el desprecio revolucionario por reclamar prebendas sin ofrecer servicios a cambio; y, cierra su ensayo con el antídoto ante la degradación vigente: mantener la voz propia y hacer de la oposición un garante democrático: «La oposición política nos permite hacernos oír. Al perder la oposición perdemos esa voz y, con ella, el control de nuestros propios sistemas políticos. No está claro en absoluto cómo podríamos devolver su significado a ese gran hito en el camino a la construcción de las instituciones democráticas».
Comparto su opinión y, aún más, la de Zakaria cuando sostiene que el mejor símbolo del modelo democrático occidental es el juez imparcial.
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