Me gusta la Navidad
"Me produce más angustia el recuerdo de los que sobrevivimos de aquel cuadro de infancia, porque a veces me pregunto: ¿quién me recordará de niño cuando mis hermanos ya no estén?"
José María gómez de la torre
Sábado, 19 de diciembre 2015, 10:34
Hace ya años alguien me dijo que no le gustaba la Navidad, y es tan consecuente que ni contesta a los correos de felicitación que le mando a través de la red, y mira que la tecnología lo ha puesto fácil tanto para enviar como para responder.
A mí me gusta la Navidad. Y entiendo a quienes no. Porque en el fondo no deja de ser absurda la obligación de alegrarse porque así lo determina una fecha del calendario. Aunque pienso que en tal caso tampoco deberían gustarles los carnavales, ni la fiesta del pueblo, ni el día del trabajo, ni el de la banderita... Aunque a mí, no se lo digan a nadie, hay una fecha que prefiero pasar por alto: la de mi cumpleaños, porque por dentro me bulle la pesimista idea de que no es uno más sino uno menos.
Pero con las Navidades no me ocurre lo mismo. Me asaltan recuerdos que están ahí, acechantes, volando alrededor de la lámpara del techo como drones silenciosos o escondidos detrás de una cortina, preparados para hacerme revivir momentos que el paso del tiempo ha hecho entrañables. O puede que estén ahí dentro, en el lugar que mi cabeza dedica a funcionar como memoria, y que los va dejando salir, a veces con prisa, como queriendo que se atropellen unos sobre otros, en vez de liberarlos uno a uno con orden y sosiego.
A veces la memoria se resiste a liberar los recuerdos, como cuando veo a alguien conocido y de repente me doy cuenta de que se me ha ido su nombre de la memoria y por más que me esfuerzo no me acabo de acordar y sé que voy a quedar mal, sobre todo conmigo mismo. Otras veces me los suelta de improviso. A veces los recuerdos se ponen pesados, renuentes a dejarme en paz y me dan la lata impidiendo que me atrape el sueño. O que lo que lo atrape yo. ¿A quién no le ha pasado esto alguna vez?
A veces los provoco yo y en esta época hago que me lleven a otras Navidades. Unas cercanas con mis hijos y nietas. Otras más lejanas, con mis hijos pequeños y alguna Cabalgata de Reyes protagonizada por singulares camellos.
Algunas son Nochebuenas de cena temprana con posterior salida hacia el trabajo para que otros, al llegar a su casa, le pudieran dar a un interruptor y que se hiciera la luz.
Algunas veces los recuerdos me llevan más lejos en el tiempo y la distancia: a las Navidades cubiertas de nieve de mi infancia, en el lejano valle entre montañas de la tierra donde nací.
En un rincón de la cocina
Puedo ver con los ojos cerrados el belén que poníamos en un rincón de la cocina. Simulábamos el desierto con arena que cogíamos de un montón que habían dejado abandonado los albañiles en una obra que nunca se hizo. Hacíamos montañas con trozos de escoria de las máquinas del tren que movían vagones de unos a otros muelles de carbón.
A través del desierto de arena rojiza, desde las montañas de escoria esponjosa, hacíamos un río de papel de plata, con curvas que sorteaban dunas de arena. En algunas de esas curvas simulábamos praderas poniendo musgo de verdad donde picoteaban gallinas de barro. Con arena blanca, de la que se utilizaba para fregar los suelos, recubríamos lo alto de las montañas como si tuvieran un manto de nieve y recreábamos el cielo con el papel azul que también servía para forrar los libros de la escuela.
Al fondo, lejos del portal, poníamos el castillo de Herodes, hecho en relieve con el cartón de una caja de zapatos, tan bien pintado con acuarela que parecía hecho de piedra.
En primera fila poníamos el portal con un techo de corteza de árbol y paredes de ramitas a modo de troncos. En el portal poníamos a la sagrada familia con un Jesús de tamaño desproporcionado en relación con los del buey y la mula, que en nuestro nacimiento era burro. Como desproporcionados eran algunos pastores con ovejas en los hombros, las ocas que llevaba una señora hacia el portal, al lado de las cuales había un gallo, en actitud de cantar, del tamaño de un ternero; pero nos daba igual que no se guardasen las proporciones porque era el nuestro, hecho por nosotros y porque la vida en sí ya era portentosa y, aunque carecíamos de muchas cosas, nos parecía maravillosa.
En ese cuadro-recuerdo de las Navidades de mi infancia estamos padres y hermanos. Hoy, ya no puedo rehacer ese cuadro, pero las ausencias que lo impiden despiertan nostalgia sin producir dolor. Son recuerdos que no angustian. Recuerdos dulces de quienes ya se fueron y que cuando pienso en ellos me gustaría creer que algún día nos reuniremos en el lugar del más allá donde me están esperando.
Me produce más angustia el recuerdo de los que sobrevivimos de aquel cuadro de infancia, porque a veces me pregunto: ¿quién me recordará de niño cuando mis hermanos ya no estén? O cuando yo falte ¿quién recordará cómo eran ellos en su niñez? ¿Quién recordará a nuestros padres cuando no esté ninguno de nosotros para evocar el olor a madre de nuestra madre o las manos de padre de nuestro padre partiendo las barras de turrón duro?
Al pensar en los que sobrevivimos es cuando me invade la tristeza y, aunque me da vergüenza confesarlo, me entran unas ganas horribles de llorar, porque sin querer, sin saber por qué y sin nada racional que lo sustente, me hace sentir como si volviera a vivir mi niñez en absoluta soledad.
Pero, a pesar de todo, me gusta la Navidad.
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