Desmontando la historia
Las firmas de HOY Navalmoral
José María Gómez de la Torre
Lunes, 16 de noviembre 2015, 15:53
Frente a la idea de nación como territorio político común de compatriotas, se levanta la de la nación sostenida sobre la identidad excluyente, la que trata de resaltar las diferencias entre nosotros y vosotros, se basa en enfatizar límites invisibles anclados en sentimientos y formas de ser que definen aquella identidad y finaliza en el establecimiento de fronteras ideológicas entre buenos y malos. Buenos y malos catalanes o buenos y malos españoles. Buenos los que asienten y malos los que discrepan en un lado o en el otro.
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Y esa idea de identidad excluyente es la que se ha materializado en las elecciones del 27 de septiembre produciendo una ruptura entre los ciudadanos de Cataluña, ahora partida en dos a causa de unos gobernantes autonómicos y estatales que parecen haberse puesto de acuerdo para aplicarse con esmero a avivar la llama de la confrontación en nombre de su particular visión de Cataluña y de España, manipulando sin pudor los sentimientos patrióticos de un lado y de otro en busca de réditos electorales.
A las personas de mi generación nos enseñaron una historia de España sesgada y trapacera, que hizo que nuestra forma de pensar y nuestros sentimientos estuviesen también sesgados, debido a las mentiras y errores cometidos a propósito que nos contaron.
Los que nos hemos dado cuenta hemos procurado conocer la historia de verdad. Nuestros dirigentes políticos son los primeros que deberían haberse enterado y haber aprendido que los ciudadanos merecemos la verdad. Pero no. En cada comunidad se cuenta la historia de forma aún más sesgada y trapacera que antes, barriendo hacia el lado que los interesa, exaltando valores nacionalistas, agitando pasiones totalitarias, tratando de agrandar las diferencias que existen o no queriendo reconocerlas.
La mentira más común es la de sentar la unidad patria con el matrimonio de los Reyes Católicos, cuando lo cierto es que eran reyes, príncipes o señores de diversos reinos, señoríos o principados con cortes y derecho diferentes entre ellos. Y así se mantuvo durante todo el reinado de los Austrias. El primer intento de unificación legislativa, que acabó sin haber llegado a empezar, lo hizo el Conde-Duque de Olivares.
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Con la resolución de la Guerra de Sucesión, que fue la primera guerra europea, Felipe V impuso el derecho castellano -no porque fuera el mejor, sino porque era el que más yugulaba los derechos de los vasallos en favor del rey, que para eso Carlos I había derrotado a los comuneros y ejecutado a sus dirigentes- a los reinos de Aragón y Valencia, Cataluña y Baleares. Sin embargo se mantuvieron fueros diferentes, que aún perduran, para el señorío de Euskadi y para el reino de Navarra por no oponerse a su reinado como sí lo hicieron otros reinos y regiones de España.
Felipe V quería el trono y poco le importaba España; no hay más que ver la paz conseguida con el vergonzoso tratado de Utrech. Tan poco le importaba que, cuando vio la posibilidad de alzarse con el trono de Francia, abdicó en su hijo Luis I, porque las demás potencias europeas (algunas de ellas habían luchado a su lado ayudándole a asentarse en el trono) no estaban dispuestas a admitir a Francia y a España bajo un mismo rey, como antes habían luchado para impedir que quedasen bajo el poder de otro único rey España y el imperio alemán.
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Hoy los nacionalistas españoles olvidan esto y los independentistas catalanes pretenden que la guerra de sucesión era guerra de secesión, cuando lo que querían (no sólo los catalanes sino también otros muchos en otros muchos lugares) era poner a Carlos de Austria en lugar de Felipe de Borbón en el trono de España. En esa guerra sucesoria Cataluña fue la última en ser sometida por el aspirante Borbón cuando ya había sido abandonada por el Austria.
¿Nación de naciones?
No estaría demás hacer un ejercicio mental y pensar que a lo mejor España resulta ser una nación de naciones. El artículo 2 de nuestra constitución estuvo en un tris de reconocerlo, pero, en las circunstancias en que se redactó, en lugar de nación se utilizó la palabra nacionalidad, término vergonzante, inexistente en nuestro idioma en aquel momento, que en el fondo venía a decir «nación pero un poco menos» para contentar a tirios y troyanos. La palabreja se recogió en el diccionario, varios años después, como: «Denominación oficial de algunas comunidades autónomas españolas».
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Por otra parte resulta difícil explicar fuera de España en qué consiste una comunidad autónoma sin que tu interlocutor te pregunte que en qué se diferencia de un estado federal.
Tampoco estaría demás hacer un esfuerzo para arrinconar las pasiones que agitan el debate político -las pasiones, por su propia naturaleza, son siempre totalitarias y excluyentes- para encontrar un espacio común de convivencia y entendimiento. Para llegar a asimilar que no hay ciudadanos de diferente calidad. Que un catalán, tiene los mismos derechos ciudadanos en Barcelona, Madrid o Coruña, y un extremeño es tan, o tan poco, dueño de Barcelona como cualquier catalán.
Todos debemos entender que la ciudadanía no admite grados, y no se debilita ni fortalece con la geografía, ni con las afinidades, ni con el lugar de nacimiento.
En nada ayuda que los independentistas catalanes utilicen el idioma para no entenderse con un español que no hable catalán y no hagan lo mismo con un sueco, pongo por ejemplo. Como en nada ayuda que los nacionalistas españoles no compren productos catalanes por ser catalanes sin pararse a pensar que un poco más de la mitad de los catalanes no son independentistas, pero que se los empuja a serlo con actitudes como esa.
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Si queremos convivir deberíamos dejarnos de gilipolleces. Ellos y nosotros. Pero seguramente no lo haremos. Muchas veces sentimos con lógica distinta a lo que razonamos y demasiadas veces los sentimientos se oponen a lo que necesitamos. Y aunque sepamos que esos sentimientos pueden ocasionar nuestra ruina, avanzamos hacia ella como si lo necesitáramos, sin que nadie pueda explicar por qué.
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