

Fernando Alfonso Velasco, ex profesor de inglés online
Lunes, 3 de agosto 2020, 12:57
Te pellizcas. Te frotas los ojos, y no acabas de creértelo. En el horizonte, la silueta de un catamarán se difumina por entre la última luz de un caluroso día que ya toca a su fin. Tus ojos tienen, por fin, la oportunidad de ver más allá de la ventana de la oficina que da al patio interior de tu hogar. Una suave ráfaga de brisa marina te hace entornar los ojos y respirar hondo, y te repites una y otra vez: gameover.
Han pasado poco más de cuarenta y ocho horas desde que abandonaste definitivamente tu trinchera profesional. Has salido del zulo en el que una realidad incontestable te confinó de manera irremediable si querías salvar los muebles de un curso que trascurría según lo previsto.
El profesor autónomo tenía dos salidas: o renovarse o hundirse en la miseria. Y la renovación venía de la mano de la enseñanza online. Tu ordenador portátil, otrora amigo inseparable para redactar artículos para publicaciones locales, para la grabación de ese último cede conseguido en tus escapadas al templo de los melómanos irreductibles, ese aparato desplegable en tu mesa de oficina era el salvavidas que tu amiga americana insistía que usaras para seguir ayudando a tus alumnos a cumplir con sus expectativas. Y todo pasaba, además, por «bajarse una aplicación que es muy fácil de usar». Zoom se incorporó rápidamente a tu vocabulario diario.
Mi insistente amiga americana me dio el empujón necesario para embarcarme en una aventura profesional que me provocaba escalofríos. En ese momento, finales del mes de marzo, me asaltaban todas las dudas del mundo.
¡Cómo olvidar mi primera clase virtual! Alumnos empequeñecidos, mis primeros cobayas, reducidos a una minúscula imagen, situación que me hacía sentir como un okupa que estaba invadiendo un espacio muy personal, justo lo contrario a lo que pasaba cuando nos veíamos los días lectivos en nuestra luminosa aula, con la enorme pizarra en la que plasmaba de manera inmediata mis conocimientos, nuestras bromas, nuestras risas, nuestra complicidad, el ánimo de un guiño ante un buen trabajo, nuestro irreemplazable contacto personal... todo saltó por los aires aquella negra tarde del 12 de marzo.
Ahora tenías que mandar una invitación para unirse a la susodicha aplicación, algo que no te garantizaba que todos pudieran estar al otro lado de la minúscula cámara a la hora convenida. Ahora debías usar el chat a modo de pizarra, y pinchar en el detener video mientras el grupo hacía ejercicios y tú aprovechabas para ir al baño, o prepararte un café de media mañana. Y cuando por fin tenías a tu alumnado reunido y querías pensar que atentos a tus instrucciones, todos en una sola pantalla con expresiones dignas de estudio, las variadas incidencias se ponían en contra de toda la lógica de la enseñanza: el que no tenía el micro apagado, se escondía tras una pantalla de luto rigoroso en la que sólo aparecía su nombre, escudándose en que aquel ordenador no tenía cámara; al que no se le iba la señal en medio de la participación, aún no tenía localizada la página con la que trabajaríamos; a otros, el móvil, ese oscuro objeto de deseo que actuaba como cámara, se le caía al suelo ante el estupor generalizado, por no mencionar el asesino en serie en forma de retardo en la señal de un segundo que hacía que las rectificaciones en la pronunciación se tornaran en un galimatías que iba minando la fluidez de la añorada comunicación instantánea.
Y la preparación de las clases pasaba indefectiblemente por el escaneado de material adicional y el posterior envío a sus correos. Fue una carrera de fondo sin controles de avituallamiento, interminable, pero necesaria para alcanzar una meta. Una lucecita al final del largo túnel que se antojaba empresa ardua sobre todo para el alumnado, ese que un día acabó con no pocos contratiempos y frustraciones un curso que pasará a la historia como el de las clases no presenciales, el de la entrega de un trabajo tras otro, el de los exámenes contra el reloj, el del aprobado general que generó un cabreo monumental en aquellos que sí se esforzaron para seguir siendo competentes. Y una vez que su curso oficial llegó a su fin a mitad de junio, quedaba lo más difícil: resetearse sin remedio para aguantar un curso intensivo de 4 semanas, clases de 1 hora, de lunes a viernes, con la fresca, con un pesao que repetía como un mantra hindú que «el esfuerzo suele tener recompensa».
Ejercicio de voluntad
Un colega de la enseñanza privada, que ya tiene el culo pelao por las miles de horas a pie de obra, se desahoga: «Esto ha sido agotador. Me he quedado sin ganas de volver a enseñar así. Lo odio». Todo el crédito en el haber del alumnado al que espero que este engendro de curso le haya servido para interiorizar que éste ha sido un tremendo ejercicio de voluntad que le vendrá de perlas para empresas de más empaque.
La guinda a esta enorme tarta la pone un docente de instituto moralo, otro que sin su pizarra se siente huérfano, partidario de improvisar cuestiones que estimulen la sana competencia en el grupo, que les haga discurrir: «Este invento online mina al docente más vocacional. Necesito desconectar».
H
Fernando Alfonso Velasco, ex profesor de inglés online.
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