
Fernando alfonso, profesor de inglés y mochilero
Miércoles, 31 de marzo 2021, 10:27
Con esto de la perimetración, de las restricciones de movilidad, con este dengue de frenar la expansión del bicho y evitar así la diabólica cuarta ola, términos que ya han pasado a formar parte de nuestro nuevo vocabulario pandémico, le oí comentar angustiada a una mujer joven morala que no tenía ni idea de lo que podía hacer en Semana Santa del presente '21 porque ella era muy de playa y «claro, como nos han cerrao el país, pues menudo chasco...». Espontáneamente, como es habitual en mí, me atreví a sugerirla que descubriera Sierra de Gata, la parte pegadita a Salamanca, la que linda con otro paraíso escondido, Las Hurdes, en nuestra, aún por descubrir, provincia de Cáceres.
Hace muchos años pasamos de 'rahpajilón' por un pueblo que se nos quedó grabado en la retina por su belleza, por sus callejuelas, por sus estrecheces, pero, sobre todo, por la importancia del agua en toda su extensión. Y hace muy poquito, al plantearnos una escapada para oxigenarnos, para cambiar de decorado, para no hacer nada más que disfrutar de la naturaleza, nos planteamos conocer más a fondo Robledillo de Gata y sus alrededores. Y no pudimos tener más tino a la hora de elegir destino. Está un poco retirao de nuestro pueblo, a unos 120 kms., pero está muy bien comunicado, y sólo el camino hasta llegar allí ya merece la pena. Como el google maps ya es tan de la familia como la Nocilla, el cafelito de media mañana, los churros de los domingos o la paella de tu cuñao el masterchef, os invito a consultar el infalible achiperre para llegar hasta allí.
Te encaminas hacia el valle del Alagón, dejando a tu izquierda el sorprendente perfil de Galisteo, pueblecito que puede presumir de tener una peculiar muralla hecha de cantos rodados del cercano río Jerte, y poco después, desviándote hacia Montehermoso, te pegas un buen chute de dehesa extremeña en donde el ganao vacuno pasea tan ricamente, en esas inmensas extensiones de pastos y, como no, de nuestras queridas encinas.
El trayecto es muy variopinto y entretenido, y así, casi sin darte cuenta, te adentras en otro paisaje, más empinao, y lleno de riachuelos, cascaditas y pueblos pequeños con mucho encanto. Y la primera lección de que en esta parte del globo terráqueo el tiempo cobra otro sentido, te la da un pachorro rebaño de ovejas, que, sabiéndose dueño del entorno, ocupa la carretera, con parsimonia, guiado por el pastor y el fiel mastín hasta llegar a su destino. Y aparece por fin, ahí, hundido, como escondido, al amparo de su sierra y siguiendo el curso del río, tu destino final, abigarrado compendio de sus peculiares edificaciones, hechas de pizarra, barro y madera revieja.
Lo que no aparece en el wikipedia es la quietud con la que te recibe el pueblito, que tiene oficialmente censados la friolera de 90 habitantes. Te sobrecoge ese balsámico silencio con el que te recibe la población. La oferta de alojamiento rural es abrumadora, hasta 15 diversas opciones te esperan para que elijas la que más se adapte a tus necesidades. Lo complicao es encontrar plazas disponibles porque, esta localidad, con trazado medieval, es destino predilecto para los que queremos saborear la sierra gatuna. Lo que nunca encontrarás en la enciclopedia digital es el olor a leña ardiendo que te invade durante el paseo vespertino, ni el mágico tañido de la campana de la coqueta iglesia hexagonal, a media tarde, mientras degustas un vinito de pitarra y unas puñeterias sólidas en la terraza de la calle Barredo, justo a la entrada de la villa.
Cuando la noche se adueña del pueblo, ésta te traslada a tiempos añejos, y compruebas que el tiempo sí se puede detener. El ruido no tiene cabida en este enclave, si acaso la musiquilla del humilde río Árrago que con su soniquete te sirve en bandeja de plata una visita innegociable al Museo del Aceite, otro lugar en el que te maravillas porque los lugareños, antes de plantearse retos mayores como el de subir a Marte, se estrujaban la cabeza para solucionar su día a día, ese que significaba su supervivencia. Las antiguas fotos, la compleja e imaginativa maquinaria y la explicación del nieto del dueño del molino hacen que te traslades, de nuevo, en el tiempo, y valores el legado que aquellas gentes nos han dejado.
Cae la noche, cena ligera en un minúsculo barito en calle empinada –como casi todas - y el sobre ya te llama a gritos. Te asomas por la ventanuca de la buhardilla, y tu vista se regenera con el paisaje dominado por hileras de teja vieja, por casas humildes y por alguna chimenea que aún escupe un humo blanquecino que te hace imaginar el calor del hogar en torno a una buena lumbre de encina. Dormir en este enclave serrano sólo se concibe en una modalidad: «a pierna suelta», imprescindible para cargar pilas para el reto matutino.
Hacia el Dorado
Hablando con Marisol, nuestra casera, oriunda de Gata, concluimos que hay dos visitas de obligado cumplimiento: el Chorro de los Ángeles y el Chorrituero de Ovejuela, ya en el limítrofe territorio jurdano. Viendo cómo le brillan sus profundos ojos azules, entiendes que sería delito perderse el espectáculo acuático. No hay autobús de línea regular que te acerque. Tus buenos 12 kilómetros te esperan. Una mochila repleta de porsiacasos, una cantimplora, tu bastón y botas santiaguinas y un par de piernas son suficientes para, a la mañana siguiente, iniciar la marcha hacia tu particular el Dorado.
Y no, Marisol no exageró ni una miajina. Cuando después de innumerables subidas y bajadas por andurriales gatunos y jurdanos estás frente a ambas joyas naturales, te quedas, literalmente, sin habla, y te felicitas de que en tu provincia haya preciosidades de ese calibre.
La primera es una serie de interminables hilillos de agua, con una caída vertical espectacular, junto a un abrevadero natural de grandes rapaces, que puedes disfrutar desde un mirador distante de la multi cascada. La segunda es más espectacular en todos los sentidos. Una inmensa cola de caballo caudalosa hace las veces de eterno chorro, cuyo final es una hermosa charca que hace las delicias de los bañistas veraniegos. Casi puedes sentir el agua salpicando tu cara, casi la puedes tocar con los dedos desde la pasarela de madera a lo largo del cauce del río. Naturaleza en plena vena, sin conservantes y sin prisas.
Cuando sudorosos pero plenos regresamos al campamento base, estamos deseando compartir con to chichirimundi el nuevo descubrimiento. Y, una vez más, el necesario sosiego te da la bienvenida, y para reponer lo desgastado, te jincas una de jamoncito, unos huevos estrellaos de campo con patatas fritas, un secretito ibérico bien trinchao, y todo ello regado con un vinito de la casa. La terraza, esta vez junto al vivaracho riachuelo que te regala su banda sonora, está petá de extremeños: esos, moteros pacenses, con su deje peculiar; aquellos, bicicleteros de montaña montehermoseños, y aquí, unos caminantes arañuelos. Para todos hay sitio en este paraíso de nuestra, aún por descubrir, querida provincia cacereña.
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