
Fernando Alfonso velasco
Miércoles, 17 de febrero 2021, 23:07
Me enteré de tu marcha a través de un gélido y escueto mensaje que me envío la que había sido tu ángel de la guarda desde que decidiste abandonar tu finquita peralea y mudarte a la capital del Campo Arañuelo. Algo me dijo aquella mañana que no me cogiste el teléfono de casa que la cosa había empeorado.
Hacía tiempo que ya no veía tu figura quijotesca acercarse al quiosco de Maricarmen y Tino a comprar el periódico, para estar al tanto de las desdichas de tu país. Hacía demasiado tiempo que el rincón goloso de la Casita de Chocolate no se llenaba de tu elegancia en el habla y de tu sabiduría, producto de tu dilatada vida, esa que un día me confesaste que ya no te importaría dejar, porque la ilusión por vivirla se te había acabado.
Pareja atípica la que un día, el cliente habitual del dulce establecimiento, comenzó a ver sentada en animada conversación en aquel rincón junto al baño de señoras, que tantas veces yo había llenado con compañías varias. Como algo natural, el abogado jubilado y el profesor de inglés, todavía en activo, comenzaron a coincidir mañana tras mañana, y esos encuentros, sin quedar, se convirtieron en una peculiar rutina que derivó en una amistad que estaba llena de puntos en común, pero también de diferencias notables, aunque no insalvables, como puede ser la mejor de las amistades.
La música era sin duda nuestro más fuerte cordón umbilical, aunque, por extraño que parezca, yo nunca te conté por qué Radio Futura fue lo mejor que le pasó a España en la historia del pop, y tú mencionaste, pasando de puntillas, a tus amigos inseparables de las interminables tardes de invierno, los eternos Bach, Beethoven y demás genios, pero sin ahondar en detalles, como sí lo hiciste cada vez que Aromas de Dakar, la cafetería en la plaza de Comillas, se llenaba de seguidores de los clásicos y se embelesaban oyéndote desguazar las piezas musicales que ponías en aquellas añoradas audiciones de música clásica, especialidad de tu casa.
Terete, nuestra amiga común, me propuso la idea de llenar el local de otro tipo de música, y acepté encantado, y allí fue cuando nuestras vidas se cruzaron por primera vez. Y aquel grato recuerdo, un día, en la barra de la pastelería, afloró en nuestro primer reencuentro, y fue el motivo para iniciar una relación que pronto se asentó en torno a un café en vaso y unas rosquillas, en tu caso, y mi corto de café con azúcar moreno, en una mesa redonda en donde intentábamos arreglar el mundo, con poca suerte, la verdad.
Y me contabas, con la ilusión de aquel niño que mencionabas en tus relatos, tus primeros partidos en el viejo Chamartín, a donde acudías con tu hermano a ver a un equipo mediocre, que no tenía nada que ver con el que se convirtió a partir de la llegada de 'Don Alfredo', como te gustaba llamar al genio Di Stéfano. Nuestro Real Madrid fue motivo también de varios monográficos en aquellas mañanas de cualquier estación. Y a medida que tu vida se iba viendo limitada paulatinamente por razones de edad y sus consecuentes goteras, («me ha aconsejado el médico que ya no suba andando al hospital») y que sentías que la llama de la independencia se iba apagando, conocí a un hombre más profundo, más íntimo, más cercano del 'chaval', como solías referirte a mí. Y aliviaste la añoranza profunda que surgía de la ausencia de tu muy amada Paloma, culpable directa de que un día dejaras el ruidoso Madrid y fijaras tu residencia en una finca que os dio la paz y el sosiego necesario para iniciar una nueva vida.
Pero el caprichoso destino quiso que ella se fuera antes, y que te vieras obligado a dejar la dehesa extremeña por el insoportable dolor de su ausencia. Y me regalaste tu desconocida faceta poética, sorprendente, directa, esa que un día te animé a compartir conmigo una vez que yo te regalé mi segundo libro. Y sí, me gustaba que me llamaras por las mañanas para escuchar tus últimas líneas, recién horneadas. Pero si me tengo que quedar con algo en concreto de nuestros múltiples encuentros eso es, sin duda, tus sonoras carcajadas ante mis ocurrencias.
Una mezcla de mi esencia y un resorte interior me conducían, sin proponérmelo, a intentar que nuestros cafelitos te proporcionaran un ratino de distracción y a ser posible, unas risas para alegrar una vida que poco a poco dejó de tener sentido para ti. Una mañana, otra mañana, me confesaste susurrando que ya no esperabas nada de ella, que sólo deseabas irte sin sufrimiento, en paz, sin convertirte en un gran dependiente que fuera consciente de su deterioro físico y psíquico, y que aquello se convirtiera en un calvario. Y aquella frase me sonó a despedida encubierta.
El maldito bicho
Y pasó lo que pasó, que el maldito bicho entró en nuestras vidas y nos separó para siempre. Ya sólo el teléfono nos facilitó un esporádico contacto. Las normas decían que tú eras del grupo de máximo riesgo y coartó mi voluntad de visitarte y repasar la actualidad, como en los viejos tiempos. El silencio fue demasiado prolongado y sólo la mala fortuna impidió que me despidiera de ti como me hubiera gustado.
En el último intento por hablar contigo, Ana, tu fiel cuidadora, me comentó que no era buen momento. Un ingreso apresurado en el hospital y un final inesperado y cruel impidió darte el último abrazo. Ese último abrazo, esa última mirada, ese último adiós que nos ha faltado dar a tantas y tantas personas queridas que durante este periodo aciago en nuestras vidas nos han dejado.
Pero el poso queda, sus enseñanzas perdurarán, su legado ahí está. Sirva este personal recuerdo como homenaje a los que se fueron en silencio y, a veces, en soledad. Descansa en paz junto a ella, cenizas con cenizas, querido Javier Cabrera, el último caballero andante.
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