José María Gómez de la Torre
Miércoles, 16 de diciembre 2020, 20:47
Empecé este artículo preguntándome si tiene color el tiempo y me decía que depende. Si hablamos del tiempo atmosférico le podremos atribuir colores, dependiendo de la hora, de las nubes, de la niebla...
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Y continuaba preguntándome si tiene color ese otro tiempo, el que medimos con los relojes. Ese tiempo que vivimos en un presente que en realidad no existe, porque en cada momento nos adentra en el futuro y deja en el pasado ese efímero instante al que llamamos presente.
Pensaba en la cercana Navidad, que este año, por las circunstancias que la rodean, no va a tener el color festivo ni el calor humano de otras pasadas.
Escribía esto cuando ya había pasado el viernes negro dejándome la impresión de que había sido un viernes monstruo, que no había durado veinticuatro horas como cualquier viernes corriente, sino que ha durado, como poco, las horas de una semana, con unos prolegómenos que me hacían retroceder a principios de noviembre.
Siguiendo con esa línea de autopreguntas, echaba la vista atrás y me contestaba que sí, que desde el mes de marzo estamos viviendo un tiempo negro marcado por las limitaciones que nos ha impuesto una partícula de proteína envuelta en grasa que entre otras propiedades tiene una que causa asombro: genera en su entorno un campo de influencia similar a un campo magnético que sin llegar a asentarse en el cuerpo de algunas personas altera su percepción de la realidad de modo y manera que les hace generar pensamientos poco sensatos y decir sandeces.
La inmensa mayoría construimos nuestro mapa de la realidad y establecemos nuestras creencias y opiniones basándonos en lo que nos cuentan los medios de comunicación. Pero la elección del medio de información -sea periódico, programa de televisión, radio o página web- suele estar condicionada por nuestras propias tendencias ideológicas y nuestros propios prejuicios. Con lo que, en lugar de contrastar nuestras creencias, lo que hacemos es reafirmarlas a través de una información selectiva.
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Así, como muchos de nosotros nos consideramos con autoridad para sentar cátedra sobre cuestiones políticas, sociales, deportivas y epidemiológicas en este caso, no tenemos el menor pudor en pontificar sobre la extensión y causas de la epidemia que nos asola. Y sin tener ni idea de lo que es un virus, ni de su tamaño, ni de su forma de replicación y condiciones para hacerlo damos por sentado que las medidas tomadas por nuestras autoridades y por «supuestos» expertos han llegado a destiempo y son ineficaces.
Ante el segundo rebrote de la epidemia he oído decir que este mal que nos asola tiene un origen: la manifestación del 8 de marzo (los 2,2 millones de viajeros de media diaria que tenía el metro en aquellos momentos ¿estarían exentos de contagio?). Causa también de que la enfermedad se extienda en tiempo y espacio por todo el mundo.
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Me recuerda lo que se dijo y que muchos dan por sentado: la crisis económica de 2008, que hundió la economía mundial, fue debida a la ineficacia de Zapatero, que no supo atajar las malas prácticas de algunas Cajas de Ahorros.
Influencia del coronavirus
Pero la debilidad mental que genera el campo de influencia del coronavirus no se queda ahí. Ante el «efecto llamada» de la errónea política del Gobierno (no hay que fijarse más que los cayucos tienen por meta Canarias y ni uno sólo trata de llegar a Irlanda ni a Suecia, por ejemplo) la solución que algunos propugnan es un bloqueo naval. Lo que no aclaran es donde se debe colocar la Armada Española.
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¿En el límite de las aguas territoriales de los países de origen y no dejar que los cayucos accedan a aguas internacionales? ¿En el límite de nuestras aguas territoriales y obligar a los cayucos a buscar destino en países del norte de Europa o a dar la vuelta a sabiendas de que no tienen combustible para alcanzar la costa de donde partieron? ¿Torpedearles si se les encuentra dentro de nuestras aguas territoriales?
Se acusa de guerracivilistas a aquellos a los que les parece bien que exista la ley de Memoria Histórica, a los que quieren sacar a los muertos de las fosas comunes y de las cunetas de carretera, a los que ponen placas con los nombres de los muertos en las fosas donde están enterrados, a los que quieren que no se oculte una parte de la historia...
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Pero no son los que quieren desenterrar a los muertos los que quieren enterrar a los vivos. No son ellos los que gritaban «Zapatero, al hoyo con tu abuelo» ni los que hablan de la necesidad de fusilar a veintiséis millones de hijos de puta. ¿Son estos, a los que no importa seguir derramando sangre, los que representan a la genuina España?
Pero volvamos a los colores del tiempo, que se presenta gris para estas navidades, a las que las restricciones a la movilidad y a las reuniones debidas a la covid-19 van a quitar el calor hogareño de otras navidades. Tendremos que suplirlo con el afecto a distancia y con el calor del recuerdo.
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