Noemí García Jiménez
Jueves, 19 de marzo 2020, 19:05
En el artículo del mes pasado, invitaba a reflexionar sobre cómo a medida que el clima se calienta, las relaciones humanas se enfrían. Sin embargo, estos primeros días de aislamiento social empiezan a mostrar algo así como un cambio de tendencia. Quizá no nos hayamos vueltos tan fríos como parece.
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Han surgido grupos de voluntarios, por lo general, gente joven, ofreciéndose a ir a la farmacia o a salir a por algún alimento básico para las personas mayores o con movilidad reducida. En el edificio que estoy, los estudiantes universitarios del último piso han colocado algunos carteles a lo largo de la escalera, prestándose a ello.
Tenía billete de tren para estos días, pero ante el brote que se dio en Madrid, me fue imposible viajar a Navalmoral. Así que sigo en Cuenca, una ciudad por lo general tranquila, y mucho más tranquila ahora. Por la ventana, detrás de los tejados, se ven los verdes campos y una elevación montañosa.
Desde el salón, cercano a la puerta de entrada, se escucha repetidamente a la vecina de enfrente ofreciéndole ayuda al abuelo de al lado, una barra de pan e incluso un plato de lentejas si no tiene nada para comer. No es la única vecina del inmueble preocupada por él. De pisos más bajos también han subido a ver si necesita algo, pero rechaza todos los ofrecimientos. Se les oye hablar y al abuelo decir que está bien y no necesita nada. Como me dijo una vez un danés, los españoles hablamos alto.
Donde estoy ahora confinada es un piso alto, ochenta seis escalones para ser exactos, más los ocho del portal, me ha dado tiempo a contarlos en estos primeros días de confinamiento, ante la imposibilidad de salir a andar. Los cuatro edificios de la manzana tienen un inmenso patio en común, que además sirve de paso entre las dos calles que flanquean la manzana. En él, los fines de semana es agradable escuchar a los niños jugar, después de haber hecho una visita o haber comido con los abuelos. Ahora se los echa de menos.
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Por las ventanas, algún rato del día suena música, pero por lo general, no se ve a nadie. Sin embargo, cada tarde a las 20 h., casi todo el mundo se asoma a las ventanas a dar un aplauso a los sanitarios y al esfuerzo que están realizando para hacer frente a esta situación. Este hecho, en apenas unos días, se ha convertido casi en una rutina.
La primera tarde esas palmas empezaron tímidamente, convocadas por las redes sociales, y resultaron muy emotivas, pero ahora, son algo más que un aplauso a la labor que están llevando a cabo los sanitarios y otros colectivos. Se han convertido en una forma de ver el rostro de otras personas que están en la misma situación de soledad y, como grita uno de ellos, de vez en cuando, desde su ventana a lo largo de la tarde, de aburrimiento. Cada tarde, el rato de palmas finaliza cuando alguien grita «Buenas noches, hasta mañana» y los demás que están asomados le responden. En ese momento se escucha al unísono el sonido de las persianas al bajar hasta la mañana siguiente.
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No hay por qué aburrirse
La verdad es que no hay por qué aburrirse, pudiendo leer un libro o escribir un relato, ver la tele, escuchar música…, pero ese vecino parece desesperarse. «¡Me aburro!», grita unas cinco o seis veces a lo largo de la tarde, desde las 17 h. hasta las 20 h. que anima a todos a que se asomen a las ventanas, a dar un aplauso a los que están cara a cara con el maldito virus. No hemos llegado a la mitad de la cuarentena todavía, así que más le vale encontrar algún entretenimiento, como pensar que hará cuando esto termine, pues esto algún día acabará, sin duda. Hay varios grupos de investigación invirtiendo tiempo y esfuerzos en ello. Encontrarán la vacuna.
Apuesto a que cuando esto finalice no habrá forma de que entremos en casa. El danés también decía que a los españoles nos gusta mucho salir. Tenemos un clima muy propicio para ello, pero, en los próximos días, seguiremos haciendo el esfuerzo de quedarnos de casa, y con un poco de solidaridad y de pensar en los demás, saldremos de esta.
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