Fernando Alfonso familiarizándose con las clases on line HOY
Reflexiones sobre la crisis del coronavirus

«Los autónomos comprobamos horrorizados que somos el último eslabón de esta hoy maltrecha y debilitada cadena llamada España»

«Recorro las aulas vacías de la escuela que entre todos hemos levantado y, cómo no, añoro el revuelo que se forma en la entrada poco antes de las 4 de la tarde...»

Fernando alfonso, profesor de inglés y activista

Jueves, 16 de abril 2020, 10:28

Aquella ya fatídica tarde del no muy lejano 12 de marzo, jueves, oí un apresurado taconeo subiendo por las escaleras que conducen a mi aula. Estaba esperando al siguiente grupo de mis alumnos mayores cuando Elena, la profesora de los cagonillos , entró con una cara desencajada, despavorida, y me lo espetó sin anestesia: «Me acaba de decir la madre de una niña que la Junta ha dicho que mañana todos los centros escolares se cierran».

Publicidad

Cataplof. No supe qué decir porque, en el fondo, esperaba oír esa noticia de un momento a otro. Fue tal el estado emocional en el que me sumí que, con la comprensión del citado grupo, y después de hacer terapia de eso, nos fuimos todos a casa a digerir el leñazo. Todo se paralizó de golpe y porrazo. Todo se quedó en stand by, en pause.

Recorro las aulas vacías de la escuela que entre todos hemos levantado y, cómo no, añoro el revuelo que se forma en la entrada poco antes de las 4 de la tarde, cuando pequeños y adolescentes se agolpan a la puerta, unos con más ganas que otros, esa pesada puerta que siempre, siempre, abre Elena con su magnética sonrisa, mientras Mónica en su aula y yo en la mía, aguardamos a que los nuestros ocupen sus pupitres y comencemos a hacer lo que más nos gusta: enseñar idiomas.

Y esta tarde de jueves 2 de abril, justo tres semanas después del mamporro, todo es absoluta quietud. El rotulador para la pizarra de superficie plástica no se yergue para escribir la fecha del día. Los libros de texto aguardan impacientes a ser abiertos y compartir sus imágenes y sus expresiones. Todo el material que usamos se ha quedado inerte, inútil, varado, después de que las autoridades competentes ordenaran el maldito, pero necesario confinamiento. Me quedo mirando los pupitres y parece que estoy viendo las caritas de los más pequeños cuando sólo les hablo en inglés... pero no, la realidad es aplastante.

El dichoso coronavirus es aplastantemente cruel. Lo ha paralizado todo, lo condiciona todo, nos aísla, nos prohíbe las muestras de afecto, sólo salimos a la calle previo embozado para evitar los daños colaterales. Esos que han castrado las ilusiones de decenas de miles de autónomos que, como yo, comprobamos horrorizados que somos el último eslabón de esta hoy maltrecha y debilitada cadena llamada España.

Publicidad

Pero hoy más que nunca toca reciclarse y seguir. Ya mismo empiezo mis clases on line, cosa que me genera dudas razonables. Uno es y ha sido siempre profesor presencial, in person. Uno no es seguidor de instagramers, ni estoy en plantilla de los devotos de los tops influencers, ni estoy familiarizado con los trending topics, términos con los que nuestros alumnos se identifican plenamente. Y he entendido, a la fuerza, que el alumnado sí se siente cómodo navegando por esas aguas que a mí me resultan tan nuevas que me dan pelín de mareo. No me queda otra que, si quiero ayudarles a continuar con su formación, tendré que mirar a una cámara minúscula de un gélido portátil para restablecer el cordón umbilical que esta pandemia cortó.

Que diga que cómo me siento, me sopla Miguel Ángel... «Extraño como un pato en el Manzanares, vacío como una isla sin Robinson, absurdo como un belga por soleares, perdido como un quinto en día de permiso, como un santo sin paraíso, como el ojo de un maniquí, y más triste que un torero al otro lado del Telón de Acero».

Publicidad

Contando los días para volver a ver viva a nuestra escuela y deseando poder parafrasear al erudito que dijo aquello de «Decíamos ayer…».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

PRIMER MES GRATIS. Accede a todo el contenido

Publicidad