Noemí García Jiménez
Jueves, 18 de marzo 2021, 23:12
Este mes hace ya un año de la declaración del Estado de Alarma. En aquellos primeros momentos, la irrealidad se adueñó de nuestras vidas; a estas alturas, solo los negacionistas deniegan de ella.
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Echando la vista atrás, los días previos las alumnas me preguntaban en clase por la covid, que qué pensaba y yo intentaba no alarmarlas. Por entonces el desconocimiento era grande, los comentarios abundantes, y, a pesar de ver cómo andaban por Italia, todavía no sabíamos lo que estaba por venir.
Aquel último viernes, sin alumnos en el instituto, recogí algunos libros del casillero de la sala de profesores y me despedí de mis compañeros sin saber cuándo volvería a verlos. La primera prueba fue, sin duda, pasar a teleformación y el primer obstáculo a salvar, al caerse la plataforma educativa, buscar otras alternativas para dar continuidad a las clases. Me sorprendió entonces que, con el dominio que tenían las alumnas de las redes sociales, un procesador de texto y el Adobe Acrobat les resultara los grandes desconocidos. Sin duda, todos aprendimos de TICs durante el confinamiento.
Y vinieron los días extraños, que se sucedían sin nada que los hiciera distintos. Una salida a la semana al supermercado y alguna otra a la panadería a buscar galletas artesanas, y el resto del tiempo en casa.
No hubo día de la Poesía ni día del Teatro ni día del Libro ni muchas otras efemérides. Sin el ruido de los coches y los autobuses urbanos, las sirenas y los aplausos de las ocho se sumaron al canto de los pájaros que volaban con total libertad al verse libres de la presión antrópica.
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Nos robaron el mes de abril y viví la Semana Santa conquense desde el balcón, no desde las calles como hubiera querido. Admito que resultó emocionante que los tambores rompieran el silencio el Domingo de Resurrección, pero me he quedado con las ganas de vivir el ambiente festivo de esa ciudad.
Las semanas pasaron y llegó el día del primer paseo. Nos pusimos las mallas, como decía más de un wasap reenviado esos días, y a pesar de su brevedad, por la limitación horaria, fue muy placentero. La naturaleza en nuestra ausencia, se había revelado y embellecido. Las aguas del Huécar corrían limpias y en sus orillas había numerosas plantas en flor. Estuve unos minutos disfrutando de la belleza de los lirios.
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Llegó el verano y un nuevo curso bastante atópico. Ya nada es como antes, pero nos hemos adaptado a la nueva normalidad, lo que no impide que añoremos la vieja.
Después de un año de crisis sanitaria, es indudable que nuestras preocupaciones han cambiado; nuestras conductas y comportamiento también. La especie humana ya no será la misma. El aislamiento social ha variado nuestras formas de relacionarnos, divertirnos, viajar, estudiar… Somos seres sociales, y necesitamos vernos, dar y recibir un abrazo, ver una sonrisa o un gesto, y tener algo de contacto físico. Sonreír con la mirada no es lo mismo.
Añoranza de la rutina
En un artículo de prensa del 30 de enero, el antropólogo Arsuaga hablaba de la añoranza de la rutina; la ciudadanía está cansada de vivir tiempos extraordinarios e interesantes. Esa rutina, conformada por las tareas domésticas, la jornada laboral, las reuniones familiares o con amigos, tienen en común el contacto social, limitado por las medidas para frenar la pandemia.
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En ese mismo artículo, el catedrático en Antropología Social, González Alcantud, decía que nos hemos vuelto tremendamente íntimos, con un rechazo al mundo exterior y el encierro en torno al fuego del hogar doméstico, donde nos sentimos seguros.
A través de las redes sociales, hace un tiempo me llegaba una imagen que lo dice todo sobre lo que más añoramos: mostraba una chica sentada con la espalda apoyada en un saco de abrazos. También me llegó vía wasap. El texto decía: veréis cuando lo abra.
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En estos tiempos extraños, no me queda la menor duda de que lo que la mayoría de la gente parece haber echado de menos son los abrazos. Uno virtual no sabe igual.
Damos un abrazo al ver a la familia, al quedar con los amigos; es un símbolo del reencuentro, también en una despedida; recurrimos a él en la celebración de un éxito alcanzado, ya sea por los estudios recién acabados, haber logrado una mejora laboral, una victoria deportiva o de otro tipo; pero, sobre todo, y lo más importante en estos tiempos, son la más sincera demostración de que la otra persona tiene nuestro apoyo, y no va a pasarle nada malo.
Decía Cortázar, si me ves en alguno de tus pensamientos, abrázame que te extraño. Así que, dado que la pandemia continúa, seguiremos echando abrazos al saco para que, cuando salgamos de esta, dárselos a su destinatario.
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