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Noemí García Jiménez, autora del texto
Pastos frescos

Pastos frescos

La presencia de un rebaño de vacas por el casco urbano hizo recordar a la escritora local Noemí García Jiménez un texto que escribió hace tiempo dedicado a la trashumancia

Noemí García Jiménez

Miércoles, 20 de julio 2016, 10:35

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Todos en el pueblo esperaban que llegaran esa misma tarde. No era ningún secreto; dos vecinos de una de las aldeas situada más al Norte que habían bajado al pueblo a adquirir mercaderías, habían comentado que los rebaños estaban ya a poca distancia. Desde el camino habían escuchado claramente el sonido de los cencerros. Calculaban que estaban a poco más de dos jornadas.

A diferencia de cuando subieron con los rebaños, muchos árboles habían perdido el follaje y otros se cubrían para la ocasión con tonos amarillos o anaranjados, nada comparable con la belleza de los refajos bordados, los jubones, los mandiles y los mantones que para la ocasión vestían las mozas del pueblo.

Algunos muchachos se habían acercado hasta el cordel a la espera de ver acercarse los rebaños de vacas,y con ellos a los hombres del pueblo, quienes llevaban con las reses en los pastos de verano, situados en la sierra,desde el comienzo del estío.

Don Tomás, el maestro, junto los más jóvenes, se ocupaba de engalanar el pueblo. Por su parte, las mujeres se afanaban en preparar ricas viandas, lo explicaba que la actividad en los lavaderos aquella mañana fuera nula. Este hecho era aprovechado por los niños que, aprovechando la falta de vigilancia a la que generalmente se veían sometidos por las mujeres y el maestro del pueblo, se saltaban la prohibición de acercarse a los lavaderos. Allí hacían navegar barcos hechos con cáscaras de nueces en sus apacibles aguas.

De repente, el sonido de un cuerno hizo que los pequeños abandonaran sus navíos y corrieran a avisar a los adultos. Rápidamente todos se concentraron a la entrada del pueblo, excepto don Miguel y don Manuel que, amparándose en su avanzada edad, permanecieron sentados al sol junto a la fuente de los caños, añorando aquellos tiempos en que ellos eran mozos y conducían las reses.

Desde las zonas altas del pueblo, pudieron ver los rebaños detenidos a unas leguas. Muchos de ellos continuarían camino hasta las dehesas situadas en la parte baja del valle del Tiétar. Los pastores parecían estar despidiéndose hasta dentro de unos meses, cuando regresen los calores y los rebaños vuelvan a juntarse camino de los pastos de verano.

El sonido de los cencerros se incrementó y con él la algarabía de los impacientes vecinos. Cuando al fin el ganado quedó recogido, todo fueron abrazos y apretones de manos a esos hombres barbados, de pelo revuelto y rostro tostado por el sol, con olor a sebo.

Los más pequeños fueron los primeros en rodearles para preguntarles por los lobos, ¿os atacaron?, ¿cuántos había?, ¿eran muy grandes?, pero tuvieron que retirarse sin saciar su curiosidad pues en seguida, las mujeres les mandaron a jugar, para dejar asearse a los cansados pastores.

Una vez limpios, afeitados y peinados, vistiendo el traje reservado para los días festivos, que encontraron primorosamente preparado en sus viviendas, comenzó la celebración. Una cazuela de migas recién hechas y un par de botas de vino, que fueron saltando de unos a otros, junto a trozos de queso,unas vueltas de chorizos y morcilla patatera, guardada para la ocasión, fueron llenando y entonado el estómago de todos. Al tiempo que comían aprovechaban para ponerse al corriente, tanto de las aventuras vividas en la sierra por los recién llegados como de las novedades en el pueblo.

Luego llegó el momento más esperado por los pequeños, las fuentes repletas de perrunillas, pestiños y floretas, junto a las notas liberadas por la flauta de uno de los pastores. A ella se unieron los acordes de un rabel y el golpeteo de un tamboril, y tras estos, algunas voces empezaron a entonar jotas y rondeñas. En dos ocasiones, don Tomás recitó una rapsodia al rito de la música, y en otra, don Manuel, con su castigada voz, contó una leyenda, que a pesar de ser conocida por todos los presentes, éstos agradecieron.

El cansancio no impidió que la fiesta continuara hasta el alba. Ya habría tiempo de descansar durante las siguientes semanas y recuperar el tiempo perdido en compañía de los suyos. Este primer momento era siempre único y no lo cambiaban por nada.

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